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Columna de Opinion

Los cinco

Matías tiene 22 años y durmió poco, se acostó a las cuatro de la mañana después del cumpleaños de un amigo y no pudo cerrar los ojos pensando que en unas horas debía levantarse para ir a la cancha. Lleva más de un mes sin afeitarse, “desde la última vez que perdimos” se auto-esperanza. Suena la bocina, impuntual, a las 11:20 de la mañana. Preparado desde hace rato, se levanta del sillón para juntarse con sus amigos. Afuera la lluvia ya pasó pero dejó su huella húmeda en las calles y veredas de Wilde. El panorama no es el mejor: ni el clima parece apiadarse de estos hinchas rojos cuando empieza el viaje a Núñez.

El partido es con River, un equipo que pelea el campeonato. Enfrente estamos nosotros, el paciente agonizante que lucha domingo a domingo por no entregarse a un inevitable y lógico final. Tras años de malos manejos y desidia dirigencial, “el Rojo” pelea por mantenerse en la primera división del fútbol argentino. La mayoría de sus hinchas y rivales piensa que este partido será clave, para bien o para mal. 108 años ininterrumpidos llevamos en lo más alto del fútbol argento y nunca jugamos en una categoría inferior. No tuvimos infancia porque nacimos grandes dicen algunos.

Javier Cantero es el actual presidente. Heredó, allá por diciembre de 2011, un club devastado económicamente tras siete años de gestión de Julio Comparada. La pobre labor del equipo en su año y medio de mandato lo convierten, sin embargo, en uno de los máximos responsables de este presente que tiene el mismo color que la histórica casaca punzó. Más de un técnico por campeonato y decenas de jugadores hicieron que en tres años Independiente esté atravesando el peor momento de su historia. La misma que lo tuvo campeón del mundo en dos oportunidades y de América en siete.

Rodrigo es el más grande de los cinco que viajan en el auto. Tiene 37 años, tres hijos, dos trabajos, un préstamo inmobiliario por pagar y lleva cuatro días de paro en el sanatorio donde trabaja por incumplimiento en los pagos. Sin embargo, hoy se empilcha como un pibe de veintipico y acompaña a sus primos más chicos, esos a los que les contó sus historias de juventud cuando iba a ver a Independiente “a todos lados donde se podía”. Es el cumpleaños de su papá, Jorge, hincha de San Lorenzo que entiende su sentimiento y no exigió explicación alguna para que se ausente del almuerzo familiar. Con que pase a tomar unos mates a la vuelta y que gane “el Rojo” su padre se conforma. Después de todo, el amor entre padre e hijo no va a distinguir por edades o camisetas.

El viaje es corto pero intenso, cuando confunden Libertador con Figueroa Alcorta todos le echan la culpa a Rodrigo, es el más grande y el que debería saber llegar por experiencia. Se defiende: “cuando venía a esta cancha era en tren o en colectivo”. Finalmente recuperan el camino y a las 12 y media estacionan el auto en una cortada. A esta altura del domingo Avenida Libertador era un desfile de hinchas millonarios con la salvedad de la esquina de la calle Quinteros donde cientos de hinchas rojos se juntan, esperan, miran y hablan.

Quinteros es un boulevard hoy copado por los de Independiente que se animan a entonar los primeros cantos para calentar un mediodía de otoño que coquetea con el sol pero se regala a las nubes resacosas de la tormenta pasada. Los cinco caminan sin perderse de vista. Matías cuenta algunas anécdotas del cumpleaños pero el ambiente de nerviosismo resiste comentarios que no sean del partido.

Juan Manuel tiene 22 años y se despidió de su novia en la puerta de la casa de sus padres prometiéndole que iba a volver sano. Hoy el fútbol argentino se vive así, a veces te vas de tu casa y no se sabe en qué condiciones vas a volver. Cadete por obligación y necesidad, estudia en la UBA y milita en una agrupación que lidera el centro de estudiantes de sociales. Habla por teléfono con su hermano y le dice que se apure, que la entrada es lenta y que el clima se pone espeso con el correr de los minutos.

Un cordón policial frena a los hinchas cuatro cuadras antes del estadio para comenzar los controles policiales. “Che, me parece que nos confundimos, ¿se juega en River o en Guantánamo?” pregunta risueño un hincha a otros mientras la cola comienza a hacerse más y más larga. Dos personas más atrás se escucha la voz de un hincha con pocas horas (¿minutos?) de sueño: “dale, dale roooo, que esta tarde a las gallinas las corremos y la yuta… ehhh puto, dale rooo”. Dos gorros, anteojos de sol y aliento a vino son los complementos de de este personaje que hace menos tediosa la espera por entrar.

Después de 40 minutos y tres vallados se encuentran en el último control del ingreso. Los policías les advierten que no se salteen puestos en la fila ni insulten a sus colegas porque no van a entrar y a palazo limpio sacan de la fila a dos personas que habían querido pasar por vivos. Cuando superan el último vallado, el simpático e inofensivo borrachín cree haber perdido los anteojos de sol y retrocede para preguntarle a un policía si los vio pero este le contesta que los tiene puestos. Entre risas sigue su camino, se abraza con otros fanáticos y canta “¡desde el día en que nací, yo me hice hincha de Independiente!”. Ya están, los cinco, adentro.

Suben las escaleras de la tribuna para encontrarse con sus amigos y compañeros de tormenta: “Vane”, “el Burro”, Daniel, “Papelito”, “el Negro”, “el Tano” y “Dieguito”. Se saludan entre todos pero apenas cruzan algunas palabras sobre el partido que jugaron el sábado a la mañana. Se sientan a esperar el arranque.

Daniel tiene 50 y largos, es el papa del “Burro” y “Vane”. Es también el que menos pelos tiene. Jefe de familia, su máximo orgullo es haberle contagiado el amor por los colores a sus dos herederos. Silvia, su esposa, solía ir con ellos pero desde hace rato ya no los acompaña. “Le hace mal vernos sufrir y le pedimos que no viniera más, le hacía peor a ella”.

“Porque el Rojo es pasión y mi viejo me enseñó a quererte de la cuna hasta al cajón…” cantan (cantamos) cuando los once titulares saltan al campo de juego. A Daniel, entre lágrimas, sólo le sale aplaudir.

Son pocos los hinchas en la tribuna. El eficiente operativo policial consigue su objetivo: la mitad del público con entrada en mano se encuentra en las eternas filas de sus controles a la hora del pitazo inicial.

Once de un lado, once del otro y a jugar. Algunos no quieren ni mirar, otros se acomodan apurados por la tardanza generada por los de azul. En cancha, Independiente se juega el descenso con un equipo repleto de jugadores de las divisiones inferiores. Pésimos manejos hacen que los que tendrían que estar en campo defendiendo los puntos hoy estén sentados en el banco o, peor, en el sillón de su casa. El público se debate entre putear a los pibes o alentarlos, algunos se pelean y otros cruzan miradas desafiantes. El clima se espesó.

Gol de River. Franciso se agarra la cabeza, lo único que le sale es insultar a sus jugadores. “¡Nos mandan a la B bolsa de muertos!” grita como catarsis. Tiene 20 años y siempre fue el más escéptico de los cinco, quizá para generar una coraza que hiciera que el golpe fuese más leve. A dos metros suyos una chica baja unos escalones y abraza a alguien que parece ser su papá. Así quiebra, tal vez, la última cábala que los mantenía con la ilusión de seguir viendo a su Independiente en primera.

En el entretiempo los ánimos no son los mejores, nadie habla pero en la misma tribuna empiezan los encontronazos. Los de la “barra” se pelean con los “hinchas comunes”. Vaya uno a saber con qué argumentos los primeros pueden defenderse de los segundos. En unos minutos el jefe del grupo violento cruza de sector para apaciguar las aguas. El mensaje es claro: nadie quiere problemas.

Gol de River. Es el segundo golpe y el más certero. Hernán, “el Burro”, tiene 28 años y cuando tenía diez su papá lo llevó a Río de Janeiro a ver la final de la Supercopa contra el Flamengo. “Cuando terminó mi viejo me tuvo que comprar una camiseta de los brasileros para salir. Eran miles y nos iban a matar pero yo era pendejo y no entendía nada, estaba con mi papá viendo salir campeón al Rojo, nada podía salir mal”. De ahí heredó una pasión que lo hizo recorrer el país y el continente sin importar el día ni la hora. Cuando todos esperaban que fuese el más dolido y el que más sintiese la derrota, es el que se encarga de abrazar uno por uno a los integrantes de su círculo rojo. Daniel se rinde en un abrazo y explota en llanto, “no se puede creer, mirá lo que nos hicieron”. Vanesa putea a los jugadores, “pará Vane, te va a hacer mal” le dice quien lloró miles de veces por el amor de su vida, abrazando el dolor inabarcable de su hermana.

Los llantos se multiplican por donde se mire. Rodrigo, inmutable y de espalda a todos, se mantiene de pie mirando el campo de juego. Quizá esté pensando que la mala algún día tenía que venir, que 108 años de gloria no se van a ir por la borda con un descenso… pero cuánto duele la puta madre.

La escena no tarde en volverse aún más dramática. Como simios, los violentos de siempre rompen el alambrado y empiezan a practicar un deporte parasitario del fútbol argentino: el lanzamiento de butacas. Nuevamente los jefes se encargan de poner paños fríos y frenar a sus aprendices.

Final del partido y de la tortura para los hinchas. Algunos, rendidos, se sientan en los escalones de la tribuna a llorar las últimas lágrimas. Otros se abrazan, están quienes comienzan a bajar con la mirada perdida en el horizonte. Se despiden uno por uno entre todos, no se dicen nada, nunca estuvieron tan de más las palabras: a sufrirlo cada uno como pueda y como le salga. Mauricio, papá de “Papelito”, es otro de la vieja guardia, de los cincuentones que dan cátedra de los años mozos de Independiente en cualquier tribuna donde juegue, ahora los ojos rojos de llanto no le dan para mirar a su hijo.

Los cinco se esperan a la bajada de la tribuna y caminan juntos, sin mirarse, por el mismo boulevard que los vio entrar. “Soltá ese cascote boludo, soltalo que no somos River” le grita uno de los viejos a otro que poco vio de los 30 campeonatos ganados por Independiente en toda su historia.

Caminan y, sentado con las manos en la cabeza y la gorra en el suelo, se encuentran lo que queda de aquel alegre borrachín que animó el ingreso. “Nos mandaron a la B boludo, ¿por qué?” se pregunta entre lágrimas. Mira desorbitado pero esta vez no es por la dura resaca dominical, es el dolor. Se agarra la camiseta de los años 80 que lleva puesta debajo de una campera de jean y mirando el cielo reza: “volvé Bocha, volvé que con vos nos salvábamos, mirá lo que nos hicieron Bocha, ¡volvé!”.

@AgustinEspada

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